jueves, 25 de septiembre de 2014

Vivir o dejarse llevar

Photo: Richard George Davis

¿Qué hace que los días no se sometan a la suerte?, ¿qué hace que uno se apodere del momento? Porque con tan solo mirar el mañana con el rabillo del ojo el presente se desprende, se pierde de alguna manera.

Con tan sólo exagerar la atención al devenir, con que la estimulación suba sus grados, uno ya es pasto del suceso. Si no concatenamos nuestros actos, se crea riesgo del fragmento de uno mismo, del absurdo sin sentido, del bandazo sin camino, de escaleras sin peldaños.

El presente necesita tender una vía de escapatoria a su muerte inminente si no quiere desaparecer en un recuerdo.
La estrecha libertad buscará una salida sin fondo, que se intuya la luz al otro lado, alargando el intervalo entre los estados de renacer y perecer con que se dan la mano los momentos que encadenan ese tiempo imaginario, evanescente, imposible de atrapar.
Tiende los hechos para alargarles la vida en una línea de pensamiento estratégica cuya elasticidad vivifica aquello que aún no se ha vivido y ya coletea colgado del instante gracias a esa fuerza creadora.

Una estrategia poco porosa deja al ideal rígido, encerrado, incapacitado para deambular por la realidad.
La ausencia de estrategia se colma de fugacidad.
El ajuste entre la ocasión y el proyecto es cosa del ingenio.. del control de cantidades, de la noción y la medida..

Dicen que la felicidad surge del portazo que golpea cerrando a nuestra espalda el pasado reciente, la duda antigua, caduca, y nos hace padres adoptantes del cambio que se cierne.
Dicen que así acaba por inmolarse la incertidumbre con la que se pudre la tristeza.

Si la elección tiene la traba, la trampa y el peso que la fuerza del deseo es capaz de mantener,
con la precaución de que la sustancia se beneficie mutuamente,
sea,
tenderse uno mismo.

Porque no hay trampillas bajo las que uno pueda esconderse cuando viene ese deseo, acérrimo al egoísmo de su evidencia.. Es una especie de fe incondicional en su propia violencia de ser que mantiene con vida la bobina y el hilo.

-Monte. ¿Dónde va?

-A cualquier principio desde el que se pueda contar.

 Y sigue amamantándose gastadita de coincidencias, de oportunas secuencias,
demasiado humanas.... que no especifican, pero aluden, lo que ya es una victoria, siempre anticipada.

domingo, 21 de septiembre de 2014

Trae esos caballos y la cesta de manzanas,
todas las noches sabes que me cruje la voracidad.

Yo te los guardo,
en nuestro silencio político
manifiesto
transmisor
ávido de galopar.

Todos los caballos te sueñan, te siguen, se encrespan,
pero aquí beberán del erotismo de la espera cuando se desnuda para tí.

Photo: Ben Hopper

jueves, 18 de septiembre de 2014

¿Putas?



Sí, estoy de acuerdo, ellas son templos y no lo saben. 
Son religión y rito, son donde confiesas y comulgas, donde luchan los demonios, 
donde el cielo refresca y perdona.. son la imagen viva de la diosa perfecta y generosas con sus riquezas, con su pureza, con la verdad.. por eso, posiblemente, sean más señoras que las señoras, y tengan más razón que ellas para hacerse respetar.

jueves, 4 de septiembre de 2014

Una historia de amor - Dos veces y media


Ahí estaban nuestros cuerpos troceados dentro de una maleta: Ordenados. Casi sin espacio.
Ya había terminado todo. Ya estábamos quietos, y el miedo de todos se había detenido junto con aquél agudo tintinear de la cremallera acompañando el movimiento de nuestro viaje.

El portador se detuvo frente a la ventana y separó las piernas y los omóplatos respirando hondo. Se tomó unos minutos para mirar a través de ella, con esa mueca de nostálgica estupefacción que muestra el rostro cuando se reblandece desdeñando el horizonte y enfoca cada vez más lejos la mirada, hasta congelarse.

-Los paisajes se contemplan con algo más que con los ojos. Cada vez que los miramos tienen un trozo nuevo con el que rellenamos los grises que se ven desde aquí. ¿Hacia dónde viaja?

-A ningún lugar, dijo el propietario de la maleta color burdeos poniendo los brazos en jarra y dejando salir al expirar un gruñido, tal vez un gemido escondido tras un carraspeo imperceptible.

El hombre lo contempló con las cejas arqueadas, sorprendido por su propia sorpresa, y sonrió suavemente bajando y subiendo la cabeza a modo de saludo y despedida mientras arrastraba los pies caminado hacia la salida.
El otro hombre vuelve a respirar profundamente, como fumándose la imagen que retenía con tanto hielo detrás de la retina. Suelta la respiración de un golpe, y con el mismo golpe da una zancada emprendiendo su camino.

Y allí quedó la maleta color burdeos pegada al suelo, baboseando los líquidos del apego a lo continuo
completos los dos
enteros
entre cartílagos
masticándonos sin dientes.

Comenzamos a fermentar los recuerdos con ese beso en todos partes.
Nos fuimos olvidando de que en éstos casos uno espera ser encontrado para que lo libren del mal, del pecado, del raso desprotegido o del agravio, pero la duda se repetía al mirar con franqueza la escena de nuestros huesos deslavazados.
¿Debíamos sacar los miembros y los órganos que ya se acomodaron al silencio de los cierres en los que se permanece a oscuras?
¿Era el momento de volverlos a contar para atar con el enredo un globo negro que contuviese la respiración?
Debíamos esperar, y nunca parecía ser el momento de enseñar nuestra piel vuelta, nuestra historia de amor tan revuelta ahora, recogida a pedazos, reunida con tanto descuido, guardada con tanta prisa.
.

Los pasos lejanos solían charlar o agitarse. Pasaban enérgicos, casi felices.
De vez en cuando venían a acercarse con su aburrimiento o su emoción, pero los más divertidos siempre eran los niños que, pocos, se alejaban de aquellos acercándose a nuestro mundo.
También son los más perturbadores, los más peligrosos. Son los que irrumpen o encuentran, sin dios, la franqueza con la que la fe se aburre e imagina. La parálisis de lo incondicional no ha desollado su curiosidad por una nueva justicia o verdad, y todo se vuelve a ver por primera vez cuando se dinamita destruyendo lo superfluo o lo esencial, sin discriminar.
Y nosotros estábamos tan apartados que ser casi invisibles era ser todo y nada
Era casi bochornosa nuestra ausencia y su presencia hinchada mientras los niños jugaban al escondite.
¿Te acuerdas?

Se agarraban  asomando los ojos, y al saltar, como un resorte, enseñando la sonrisa, hacían que la maleta se bamboleara peligrosamente o que se meciera, como queriéndonos tranquilizar...

Pasaba desapercibida la maleta porque los niños siempre envuelven el ambiente con una especie de amarillo dulce que se mezcla con la órbita lógica por la que los ojos suelen detenerse. ¿Nos enredan con estridencias o nos alejan de nuestro suelo gastado?

Los dos, con esos vaivenes sentíamos nuestro sueño despierto. Sentíamos el flujo abalanzado a punto de verter nuestros secretos, la humedad con la que se golpeaban los bordes y pliegues que la realidad había zanjado.
¿Recuerdas? El rojo manchado con rojo,
el repercutir del eco, que diciéndonos, se metía en los vacíos llenándolos de promesas, cada vez más cerca del latido..
Nos gustaba escuchar cómo jugaban y adivinar en qué momento chocarían, gritarían o saldrían corriendo. Esperábamos inquietos esas carcajadas, sabíamos que llegarían; porque siempre llegan si es un juego.

Los cristales debieron de crujir. Algún vendaval acompañaba el ritmo de batucada que hacían los tacones al pasar.

Y nada. Después nada.
Aquél silencio me dio miedo, porque hasta tú callaste.
Mis cuerdas vocales intentaban sujetarse para gritar.
Comenzó la soledad a devorarme histérica con una  tristeza llena de lunas cayendo, menguando, de criaturas mutando, contaminadas por las pócimas de los puentes y su veneno.
Se deshacía en propuestas que lo ataban todo a los mares salados donde vagabundean las lenguas llenas, apresuradas, impacientes, pesadas, pegajosas..

Deseo y pesadilla lanzaban atormentados  su grito grotesco,  sucio, holgado hasta romperse. Cociendo un hervidero de diablos y pétreo sexo, sexo parado, sexo de piedra, sexo de locos, de cuerdas,  mientras  puertas y ventanas rebotaban en su cerco insistentes.
Y mi garganta deshilachada, y yo muerta de ceguera, y mis caderas y tus manos, y los muros reventados por los ácidos se enredaban callando
derrochando su pasión
comiendo del alimento para nunca jamás todos los días...

Pero nuestro silencio, de repente, por alguna fuerza extraña, se aplastaba, se licuaba, y las babas hacían pompas que desde dentro al menos, sonaban con una mezcla de erotismo y ridículo derrochados sobre el fondo de la maleta; Era como si nos hubiera sacado el jugo la gravedad. La gravedad del hombre, imagino. Más aún, la gravedad de sus sueños.
Porque alguien dormía. Alguien había elegido nuestro sitio, nuestra masa o materia bien cortada y colocada en su celda como el perfecto pilar sobre el que reposar los pies.
Un hombre y su plano inclinado sobre la tierra... sobre nuestra tierra roja y jugosa, nuestra tierra blanda colmada de gemidos hediondo, de caldos compactos deseando escaparse..

Yo seguía llamándote, seguía insistiendo. Sabía que estabas ahí, que podías oirme.
Y creo que subía la marea, volcánica y gaseosa, marcándose con rayas igual que las olas tallando la arena.
Se inundaba la casa cubista, y a duras penas nos encajábamos en los ángulos que topan con el límite del cielo, con la bóveda que cierra alguna historia metálica, acuosa, incrustada, cortante..

¿Qué hacíamos allí?, El punto final es una ilusión literaria...
Éramos la pertenencia de algún descuidado viajero, su inoportuno secreto esperando mimetizado, como un homenaje a  la contradicción, tan unidos, tan enteros, tan despedazados..

Éramos cada día nuevos regueros, nuevas lenguas plegadas sobre nuevas palabras para el silencio de las cavidades que hayan en el trajín de los pasos agitados un nuevo corazón, un nuevo pulso, una esperanza de mundo.

Éramos todo eso pegado a la tela plastificada, entre reseco y caliente.
Yo ya te sentía encaramado a mi piel, a mis nervios, al tuétano, al blanco manchado de añil... Todo lo que éramos nosotros atendía a la respiración fermentada, a la reverberancia del noble programa hacia la descomposición.
Las miradas de apropiación y asco debieron pasar durante semanas. Los cambios de temperatura daban vida a la espesura de las horas, al sabor de nuestros ácidos.. a ese beberse chorreando...
Pero los días comenzaron a ser cada vez más fríos,
escuetos del ánimo de pasarse al bando de la carne llena de gracia, anquilosados en la vitalidad perdida por alguna clase de error o accidente, por alguna suerte, siempre de algún otro.

Íbamos secando nuestros flecos junto al banco en el que se sientan los que buscan las ventanas para dejar escapar los pensamientos longitudinalmente heridos o libertarios, o las ideas que gritan demasiado alto y no se deben escuchar.

 Compartíamos el traje a retales, los trozos de lengua, el eco visceral de los cerebros batiendo el desvanecimiento con su típico laberinto neurótico, enredando,
esculpiendo el destrozo con el entusiasmo de una aberración...
Éramos un nexo de pozos y cielo contemplando nuestras ruinas como tal vez lo harían los dioses...

Y de vez en cuando nos llamábamos, para ver si seguíamos allí...
¡Qué grotesca ironía! Nuestras cloacas y su exotismo, el erotismo de lo sucio, la honestidad de lo que, de tan crudo, ennegrece.
(Allí ladrar y lamer a las sombras se convierte en el culto a la vida)

Allí, los dos...
muertos de frío pero entendiéndonos al fin con la primavera que derrota a los vacíos embargándolos, como cuando se empapan la tristeza tirante, o los desgarros que quedaron pegados
 a un mezcla de barro y flores que condensan en las cámaras y galerías subterráneas un aroma habitable.

-La maleta, ¿es suya?

Como un enjambre de insectos solidificado sobre un  río coagulado...
Eso éramos.

La pregunta se debió de extender con la mirada, porque nos sentimos observados por las pisadas
 titubeantes, y agrandados por una náusea como recién preñada que fue pasando de gesto en gesto.

 Habíamos encharcado el suelo con un deseo denso y pegajoso, y amarte con tanta naturalidad nos había disecado en una incómoda postura. ¿Qué íbamos a decir ahora?

-¿Y suya? Disculpe, ¿es suya ésta maleta?

Con asco y altanería se deshacía la gente de la pregunta, de responder y entretenerse, desdeños por el destiempo..
Uno sabe cómo se va dibujando la trayectoria de la muchedumbre en éstos casos y nuestros ojos sueltos se buscaron.
Yo no quería despegarme.
Ya me encontraba en casa, abrigada, tranquila.

La voz que preguntaba se detuvo junto a nosotros y los segundos pasaron sobre mi rabia profunda, sobre mi vergüenza, sobre la incertidumbre, sobre las noches pasadas, sobre nuestra lucidez...
Fueron unos segundos militarizados por los pasos de  los viajeros que le daban ritmo a nuestra calma rectangular.

Y esa calma tan pegada al suelo, para rascarla,  se la debe disolver con algo más que un gentío o un golpe de genio, porque alguien intentó movernos y, por supuesto, no nos movió.
Sentimos la presión de los pliegues cuando el asa superior se levantaba, y los siguientes cuatro intentos en los que se iba incrementando la fuerza empleada para levantarnos de allí.
Respiramos, pero no nos movimos.
Nos empujaron con una pierna buscando tambalearnos, como cuando se suele hacer para acumular inercia antes de emprender el movimiento. Pero éramos uno con el suelo, como un bloque empecinado, ambiguo...

Su agitación entonces nos removió como batiendo el vaho que los poemas habían guardado en las dobleces que cuidan de preservar un hueco para las ausencias y la esperanza.
Nuestro musgo se mezcló de nuevo encenagándose con los acuíferos y bolsas de fluidos que regaban lo más profundo, lo menos oreado, lo más oscuro...
Y mientras tiraban, cada vez con más fuerza, más sostenido, insistente, retador, estirando nuestro reseco pasado, la tela pasada, las costuras apretadas que guardan la levedad, la vagancia, crujieron los hilos, los muros de nuestro castillo, de tan finos, tan gastado,
tan vencidos...

Nuestro romanticismo se resquebrajaba, se craquelaba nuestro rojo con un grito de tragedia, y de un tirón se desgarró la maleta quedando la base pegada al piso, a la tierra, al alzarse violentamente  la parte superior de la maleta como cuando se destapa una caja.
 Y escupió girones de carne y capas de sangre ruda y endurecida,
haciéndonos resbalar y desparramándonos,
como un vómito
de dios.


Tienes razón, el amor es otra cosa.